La
cerámica más valorada para usar como florero es la antigua
iga, de los siglos XV y XVI. Al humedecerse, sus colores
fulguran, parecen despertar nuevamente sus diferentes matices. La
iga es cocida a muy altas temperaturas. Las cenizas de paja
y el humo del combustible se van incorporando a su textura y, al descender
la temperatura, parece hecha de vidrio, lo cual le confiere un brillo
muy peculiar. Puesto que los colores no son artificiales, sino el
resultado de la naturaleza operando en el horno, emergen las tonalidades
y figuras más variadas, a las que se podría llamar rasgos
y fantasías del horno. Estas texturas tan austeras, toscas
y fuertes de la vieja iga adoptan un fulgor voluptuoso al
ser humedecidas. Respiran junto con el rocío de las flores.
El buen gusto en la ceremonia del té también requiere
que el tazón para beber esté humedecido antes de ser
usado, para que produzca su propio suave fulgor.
Sen'o Ikenobo observó en otra ocasión (esto también
está en sus "enseñanzas secretas") que "los
montes y las riberas aparecerán en sus propias formas naturales".
Al insuflar un nuevo espíritu en el arreglo floral, halló
"flores" en cerámicas rotas y en ramas secas, y también
la iluminación debida a esas flores. "Nuestros venerables
antepasados arreglaron flores y buscaron la iluminación".
Aquí advertimos un despertar del espíritu japonés
bajo la influencia del zen. Y quizás también
sea éste el sentimiento de quienes vivieron en la devastación
de largas guerras civiles.
Los cuentos de Ise, compilados en el siglo X, constituyen
la más antigua colección japonesa de poemas y narraciones
líricas, muchos de las cuales se podrían denominar cuentos
cortos. Por uno de ellos, sabemos que el poeta Ariwara no Yukihira
mostró un arreglo floral a sus invitados, diciéndoles:
"Un hombre bondadoso tenía en un gran recipiente una glicina
en flor, cuya rama florida superaba el metro y medio de largo".
Una
rama de glicina de tal longitud es verdaderamente tan poco común
que nos hace dudar de la credibilidad del autor; y, sin embargo, puedo
sentir en esa enorme rama un símbolo de la cultura Heian.
Para el
gusto japonés, la glicina es una flor de una elegancia muy
femenina. Las ramas de glicina, cuando se mecen en la brisa, sugieren
ductilidad, reticencia y suavidad. Cuando desaparecen y vuelven a
surgir en el follaje temprano del verano, dan una imagen de desamparo,
aunque, si se trataba de una rama de más de un metro y medio,
no habría dudas de su magnificencia. Los japoneses emplean
la expresión mono no aware para referirse a esta sensibilidad
ante lo bello de la naturaleza. Que Japón haya absorbido y
asimilado la cultura T'ang de China hace más de mil años,
dando lugar a la magnífica cultura Heian, es algo tan prodigios
como aquella inusual glicina.
En el año 905 fue compilada, por orden del emperador, la primera
Antología poética antigua y actual (Kokinshu);
y, por la misma época, fueron escritos Los cuentos de Ise
(Ise Monogatari), a los que siguieron las obras maestras de la
prosa clásica japonesa, ambas escritas por mujeres: La
historia de Genji (Genji Monogatari) que data del año
907 al 1002, de Murasaki Shikibu, y El libro de almohada (Makura
no soshi) redactado entre el 966 y el 1017, de Sei Shonagon.
Estos libros dan nacimiento a una tradición que influyó
e incluso tuvo dominio en la literatura japonesa durante los ocho
siglos siguientes.
La historia de Genji marca el punto más alto alcanzado
por la novela japonesa. No existe obra literaria comparable a ésa,
ni entre las antiguas ni entre las actuales. Que un libro tan vigente
hoy en día haya sido escrito en el siglo X es un milagro, y
como tal es reconocido aun fuera de Japón.
Los clásicos literarios de la época Heian constituyeron
mi principal lectura durante los años de mocedad, a pesar de
mis limitadas posibilidades de comprensión de esos textos.
La historia de Genji ha sido, pienso que por su índole,
el libro del cual más se ha embebido mi corazón. Siglos
después de haber sido escrito, persiste la fascinación
por esa obra, a la que tantas imitaciones y reelaboraciones rinden
homenaje. La historia de Genji fue una vasta y profunda fuente
que alimentó a la poesía, a las bellas artes y a las
artesanías artísticas e, incluso, a la jardinería.
Murasaki
Shikibu y Sei Shonagon, y poetas tan famosas como Izumi Shikibu (979-?)
y Akazome Emon (957-1041) fueron cortesanas en el séquito imperial.
La cultura Heian fue cortesana y, por ende, femenina. Los días
de La historia de Genji y de El libro de almohada
fueron los días gloriosos de aquella cultura, cuando su plena
madurez se estaba tornando en decadencia. Uno siente la nostalgia
y la culminación de aquel esplendor de la cultura cortesana,
a la vez que advierte el florecimiento de la cultura dinástica.
La corte imperial comenzó su declinación y, así,
el poder pasó de la nobleza cortesana a la aristocracia guerrera,
en cuyas manos permaneció, desde el establecimiento del shogunato
de Kamakura (1192 al 1333), a partir del cual se sucedieron los shogunes
hasta la restauración Meiji en 1868.
Sin embargo, no debe pensarse que desaparecieron la institución
imperial o la cultura cortesana. En los inicios de la era de Kamakura,
en 1205, se compiló la Nueva antología poética
antigua y actual (Shinkokinshu), donde la técnica y el
método de composición evolucionan aun más respecto
de los poemas de la ya citada Kokinshu, para caer en muchos
casos en mero virtuosismo verbal, pero con componentes misteriosos,
sugerentes, evocativos e inferenciales, a los que se añaden
elementos de fantasía sensual; todos presentan algo en común
con la moderna poesía simbolista.
Saigyo (1118-1190), a quien ya he mencionado, fue el poeta que ligó
ambas épocas, la Heian y la Kamakura.
Si soñé con él
era porque pensaba en él.
Si hubiese sabido que era un sueño,
no hubiera querido despertar.
Por la senda de los sueños uno puede
transitar sin descanso todas las noches.
Pero al despertar, los sueños
se convierten en simples destellos.
Estos poemas, en que Ono no Komachi, de la Kokinshu, canta
a los sueños, resultan directos y reales. Pero los poemas de
la Shinkokinshu por ejemplo, los de la emperatriz Eifuku
(1271-1342) devienen un símbolo de esa melancolía delicadamente
japonesa que siento más próxima a mi sensibilidad:
Las sombras de la luz del sol
reflejadas en los bambúes
donde cantan los gorriones
son el color del otoño.
Siento el penetrante viento otoñal
que sopla en el jardín
donde caen las flores de hagi al esfumarse
sobre la pared las sombras del sol del atardecer.
Los
poemas ya citados, del monje Dogen sobre "la nieve fría
y transparente" y del monje Myoe acerca de la "luna de invierno,
que vienes de las nubes a hacerme compañía", puede
decirse que pertenecen casi al período de la Shinkokinshu.
Myoe intercambió poemas con Saigyo y compuso narraciones poéticas.
Según refiere en la biografía de Myoe su discípulo
Mikai: "Saigyo venía frecuentemente para hablar de poesía.
Afirmaba que su concepción de lo poético era inusual.
Capullos de cerezo, el cuclillo, la luna, la nieve; enfrentados ante
todas las manifestaciones de la naturaleza, sus ojos y sus oídos
estaban llenos de vacío. Así, sus palabras no eran reales.
Cuando cantaba a los capullos, los capullos no estaban en su mente;
cuando cantaba a la luna, no pensaba en la luna. Escribía poemas
ante un hecho casual, ante lo inmediato. El rojo arco iris del firmamento
era el cielo coloreándose. La blanca luz del sol era el cielo
tornándose brillante. Con su espíritu semejante al del
cielo vacío, dio color a las más variadas escenas, sin
que quedase huella alguna. En su poesía estaba Niorai [persona
que alcanzó el estado de Buda], la manifestación de
la verdad última".
En ese párrafo está nítidamente expresado el
vacío, la nada, según el concepto japonés o,
mejor, oriental.
Ciertos críticos literarios han descrito mis obras como obras
de vacío. Pero esto no debe tomarse en el sentido de nihilismo
occidental. Pienso que tienen un fundamento espiritual bastante diferente.
Dogen tituló su poema sobre las estaciones Realidad innata,
y cantándole a sus bellezas estaba profundamente inmerso en
el zen.
[Utsukushi,
Nippon no, Watashi – Yasunari Kawabata (1968), traducción
de María Cristina Tsumura para EUDEBA]
[Las imágenes están extraidas
de Yukiguni (País de nieve), película dirigida en 1957
por Shirô Toyoda y basada en la novela del mismo nombre de Yasunari
Kawabata. Todas ellas han sido tintadas]