Visión del Japón en diez horas, con una relación completa de los usos y costumbres de su pueblo, la historia de su Constitución, sus productos, su arte y su civilización, omitiéndose un almuerzo en una casa de té con 0-Toyo.

Rudyard Kipling, viajero incansable, abandona su India para recorrer el sudeste asiático, camino que le llevará hasta Japón, país que visitó entre abril y mayo de 1889, un país que se debatía entre la occidentalización y sus propias tradiciones, combate del que da cuenta, con una ironía genial el propio Kipling, que pensaba que Japón debía ser preservado, aislado y desarmado, para dedicarse tan sólo a producir belleza...

 

«No puedes desplegar al aire tu bandera
ni mojar tus remos en el lago,
pero se está labrando una proa de belleza y
el agua olvida el timón entre sus rizos.»


Esta mañana, después de las tribulaciones de una noche de balanceos, el ojo de buey de mi camarote me mostró dos grandes rocas manchadas y rayadas de verde y coronadas por dos raquíticos pinos de color azul negruzco. Al pie de las rocas un bote, que por su color y su delicadeza podía haber sido madera de sándalo labrada, sacudía al viento de la mañana una vela rizada blanco marfil. Un muchacho azul añil, con cara de marfil viejo, tiraba de un cable. La roca y el árbol y el bote formaban un panel de pantalla japonesa, y vi que el país no era una mentira. Esa «buena tierra parda» nuestra tiene muchos placeres que ofrecer a sus hijos, pero entre sus dones hay pocos comparables a la alegría de entrar en contacto con un nuevo país, una raza completamente extraña y costumbres contrarias. Tanto da que se hayan escrito bibliotecas enteras; cada nuevo espectador es, para sí mismo, un nuevo Cortés. Y yo estaba en el Japón, el Japón de los gabinetes y la ebanistería, de la gente grácil y los finos modales. El Japón, del que proceden el alcanfor, la laca y las espadas de piel de tiburón; entre -¿cómo lo decían los libros?-, entre una nación de artistas. Ciertamente, sólo permaneceríamos doce horas en Nagasaki antes de partir hacia Kobe; pero en doce horas se puede recoger una muy aceptable colección de experiencias nuevas.

Un hombre execrable vino a mi encuentro en cubierta, con un folleto azul pálido de cincuenta páginas.

- ¿Ha visto usted -me preguntó- la Constitución del Japón? El Emperador la hizo en persona el otro día. [1] Está toda en trazos europeos.

Tomé el folleto y me encontré con una Constitución completa en blanco sobre negro, marcada con el Crisantemo Imperial; un primoroso pequeño proyecto de representación, reformas, pagas de diputados, cálculos presupuestarios y legislación. Es una cosa terrible si se estudia de cerca: es desoladoramente inglesa.

Sobre las colinas, alrededor de Nagasaki, había un verde tornasolado de amarillo, diferente, según estaba inclinada a creer mi mente favorablemente predispuesta, del verde de los demás países. Era el verde de una pantalla japonesa, y los pinos eran pinos de pantalla. La ciudad misma apenas se mostraba por encima del puerto pululante. Yace entre las colinas, y su rostro comercial (un muelle mugriento) estaba enfangado y desierto. Los negocios, me regocijó saberlo, andaban de capa caída en Nagasaki. Los japoneses no deberían tener nada que ver con los negocios. Cerca de uno de los tranquilos embarcaderos descansaba un barco de la Gente Mala: un vapor ruso procedente de VIadivostok. Sus cubiertas estaban atestadas de toda clase de desechos; su aparejo estaba tan desaliñado y sucio como el pelo de una criada de casa de huéspedes, y sus costados eran asquerosos.

- He aquí -dijo un compatriota mío- un excelente espécimen ruso. Debería usted ver sus buques de guerra; son igual de asquerosos. Algunos vienen a hacer limpieza en Nagasaki.

Esta información era más bien pobre y tal vez inexacta, pero hizo subir al máximo mi buen humor cuando bajé al muelle y un joven caballero, con un crisantemo plateado en su gorra de policía y con el cuerpo mal embutido en un uniforme alemán, me dijo, en un inglés impecable, que no comprendía mi idioma. Era un funcionario de aduanas japonés. De haber sido más larga nuestra escala hubiese llorado por él porque era un híbrido -en parte francés, en parte alemán, en parte americano-, un tributo a la civilización. Según parece, todos los funcionarios japoneses, de policía para arriba, llevan ropas europeas, y esas ropas jamás se les ajustan bien. Pienso que el Mikado las hizo al mismo tiempo que la Constitución. Con el tiempo acabarán por sentarles bien.

Cuando un cochecito de tracción humana, tirado por un joven bien parecido de mejillas de manzana y con cara de vasco, me introdujo en el decorado del Mikado, acto primero [2], no me detuve ni grité de deleite, pues la dignidad de la India gobernaba aún mi compostura. Me recliné en los cojines de terciopelo y dirigí una sonrisa sensual a Pittising [3], con su ancho cinto, y tres horquillas gigantescas en su cabello negro azulado, y zuecos con tacones de tres pulgadas. Se rió, como lo había hecho una joven birmana en la vieja pagoda de Moulmein. Y su risa, la risa de una dama, fue mi bienvenida al Japón. ¿Puede la gente contenerse de reír? Creo que no. Tienen a tantos millares de niños en las calles, saben ustedes, que los mayores tienen que ser jóvenes por fuerza, para no afligir a los niños. Nagasaki está habitada íntegramente por niños. Los mayores tan sólo existen por tolerancia. Un niño de metro veinte se pasea con un niño de noventa centímetros, el cual lleva de la mano a un niño de treinta centímetros que, a su vez..., pero ustedes jamás me creerían si les dijera que la escala desciende hasta muñequitas japonesas de quince centímetros como las que vendían en Burlington Arcade. Estas muñecas se mueven y ríen. Van envueltas en un camisón de noche de color azul sujeto por una faja que, a su vez, sujeta el camisón de la persona que las lleva. De modo que, si se desatara la faja, la niña y su hermano, poco mayor que ella, quedarían simultáneamente desnudos. Vi a una madre hacer eso, y fue exactamente lo mismo que ver pelar huevos duros.

 

[1] La Constitución había sido promulgada el 11 de abril de 1889, un par de meses antes de la llegada de Kipling al Japón. Su redacción había estado a cargo, principalmente, de Ito, miembro de uno de los clanes nobiliarios (el clan Choshu) que habían capitaneado la Restauración imperial en 1868. En contra de lo que opina Kipling, la Constitución japonesa no estaba imitada, en lo esencial, de la británica, sino de la la alemana. (N. del T.)

[2] El Mikado, opereta con letra de Gilbert y música de Sullivan, fue estrenada en 1885. (N. del T.)

[3] Personaje femenino de la opereta El Mikado. (N. del T.)

[1/4]