Black
Book (Zwartboek) supone el pletórico regreso al Viejo
Continente de Paul Verhoeven. Tras un periplo estadounidense donde
luces y sombras han edificado una trayectoria irregular pero en el
fondo plenamente disfrutable, el realizador holandés se refugia
en una coproducción europea para elaborar una gran película,
realista y poco complaciente relato acerca de la ocupación
nazi de Holanda, circunstancia histórica que de la que el propio
cineasta fue testigo directo. Del mismo modo que en Katty Tipel
y sobre todo en Eric, Oficial de la Reina, en Black Book
Verhoeven se retrotrae al pasado para narrar no sólo los pormenores
de una hiriente situación político-social sino también
para exponer las miserias morales y la mezquindad de la raza humana,
porque con héroes o sin ellos, los personajes de Verhoeven
son hijos de la individualidad, del pragmatismo y de la supervivencia.
Lejos de apaciguar su discurso -incendiario e irreverente- con el
paso de los años, el holandés se ha vuelto todavía
más cínico e inmisericorde, conservando su inconformismo
juvenil así como un profundo escepticismo, una desconfianza
colectiva que impregna a una historia de hosca ambigüedad. De
ahí que una temática tan manida se convierta en una
siniestra visión del conflicto entre el régimen nazi
y las guerrillas de la resistencia, donde la ética se desvanece
ante intereses económicos y carnales, donde la ambivalencia
preside cada reunión de ambos bandos. Porque Black Book
es una película de traiciones y culpas, de mentiras y engaños,
de opresores, y también de oprimidos que se vuelven opresores.
Verhoeven se transforma en un insolente ácrata, que no duda
en remover toda la mierda de los respectivos frentes y en cargar contra
la hipocresía de la Historia. Y todo esto aderezado con una
planificación exquisita, porque si algo ha aprendido este holandés
en Hollywood, es a pulir ese desaliño estético y a cuidar
enormemente el acabado formal de sus films.
Kim
Ki-Duk volvía al Sitges que le encumbró como director
en España con el estreno de La Isla tras ese bache
creativo que supuso El Arco. Lamentablemente, el surcoreano
ha sido una especie de director-diana sobre el que se han vertido
toda clase de (injustas) críticas desde su catártica
Primavera, Verano, Otoño, Invierno…y Primavera,
convirtiéndose en un objetivo fácil para aquellos que
no han llegado a digerir la revolución asiática. De
alguna manera Time va dirigido a ellos, al ser un trabajo
donde Ki-Duk demuestra una acusada evolución pero sin perder
su esencia. Bien es cierto que Time es el producto de un
director aburguesado que difícilmente regresará a los
personajes marginales de antaño -de alguna manera, a lo que
era él-, pero que a su vez sigue rastreando conflictos a los
que la sociedad coreana se enfrenta en los comienzos del nuevo milenio.
Sostenida sobre los actuales dilemas de la cirugía estética
-las féminas coreanas y su controvertido afán por occidentalizar
las facciones-, su postrera película es una historia de (des)amor,
el reflejo deformado de Hierro 3 donde una mujer temerosa
de que la rutina y el paso del tiempo provoquen el hastío de
su relación, decide cambiar su rostro. En el nuevo Ki-Duk el
silencio parece dejar paso la palabra, lo bizarro a lo cotidiano,
lo insólito a lo costumbrista. La verborrea, los ambientes
y los locales, los encuentros y desencuentros recuerdan al cine de
Hong Sang-Soo, pero el fetichismo, los sentimientos extremos, y la
mutilación física como herramienta de aceptación
son patrimonio propio. En Time no se desentiende de su simbolismo
habitual pero lo suaviza notablemente para abordar quizás su
historia más realista de los últimos años, que
se aleja considerablemente de los elementos fantásticos de
El Arco y Hierro 3.
En
los últimos años la obra de Takashi Miike parece haber
entrado en una fase crisis. Acostumbrado a rodar un buen número
de películas al año, la evidente escasez de títulos
que nos llegan últimamente nos hace pensar que quizá
se vea inmerso en una necesidad de buscar nuevas vías formales.
El enorme prestigio adquirido por méritos propios le permite
acometer trabajos más personales. Izo abrió
el camino hacia la experimentación a través de la abstracción
narrativa, planteando un relato circular que actuaba como metáfora
mediante la repetición hasta la saturación de un solo
motivo temático. A continuación, emprendió el
proyecto alimenticio de Yokai Daisenso para financiar su siguiente
acometida. Big Bang Love, Juvenile A (46 Oku Nen No Koi),
es una paso más allá en la mutación estética
y narrativa de su cine. El film se abre con una extraña danza
ejecutada, a modo de ritual iniciático, por un hombre con un
extraño tatuaje en el torso. A continuación, se nos
plantea un misterioso asesinato cometido en una prisión: la
victima es un joven de pasado violento que lleva un tatuaje similar
y el principal sospechoso, su compañero de celda y con el que
había entablado una extraña relación de mutua
atracción, es un joven homosexual de apariencia frágil
y carácter introvertido. A partir de ahí, el relato
evoluciona hacia una forma de narración en espiral que efectúa
una aproximación progresiva a la resolución del caso
mediante la reiteración de los hechos. De esta forma, la abstracción
desvela a su vez carencias espirituales y sentimientos de culpa. Lo
que más llama la atención es la ausencia de escenario.
Miike simplifica al máximo la puesta en escena eliminando cualquier
elemento accesorio del mismo modo a como lo había ensayado
ya Lars Von Trier. En ocasiones, tan solo unos cubos y unas líneas
trazadas en el suelo delimitan el espacio. El resto permanece en sombras.
La iluminación crea entonces paredes físicas y fronteras
anímicas, envolviendo a los personajes en cercos de sombras
cuya estrechez contrasta abiertamente con escenas en el exterior de
la prisión, donde el paisaje no parece tener fin. La metáfora
sobre la falta de libertad se amplía hacia la de prisión
espiritual. A ello hacen alusión la extraña aparición
de una pirámide y un cohete espacial. La propuesta de Big
Bang Love, Juvenile A es a priori interesante y Miike sabe dotarla
de una gran belleza plástica a partir de amarillos y ocres,
pero el resultado es francamente fallido. El principal defecto lo
encontramos en la considerable falta de ritmo de la que adolece. La
pretensión de resultar intencionadamente críptico y
forzosamente poético, resta naturalidad a las interpretaciones.
Tampoco entendemos la necesidad de recurrir a ciertos recursos formales,
como la trascripción escrita de los diálogos, que entorpecen
el desarrollo de la acción sin aportar nada nuevo.
Entre
1973 y 1974, el eminente fotógrafo norteamericano William Eggleston
grabó en Memphis y Nueva Orleáns, un experimento cinematográfico
de más de treinta horas de duración con una de las primeras
Porta Packs de Sony que él mismo modificó para permitir
rodar en infrarrojos con muy poca luz. Recientemente, Robert Gordon
y John Olivio rescataron fragmentos de aquella experiencia en un montaje
de 76 minutos. El resultado, Stranded In Canton, es un auténtico
delirio y un arduo ejercicio de aguante hasta para el espectador más
avezado. Filmado en blanco y negro saturado, que palidece los rostros
debido a al tubo de infrarrojos incorporado, lo que contrasta con
el vigoroso color que habitualmente utiliza en sus fotografías,
Eggleston se pega a los rostros de sus familiares y amigos íntimos,
y los persigue en sus recorridos nocturnos capturando la alucinada
atmósfera de los locales de jazz, hasta que borrachos o drogados,
se confiesan ante una cámara en perpetuo movimiento. Para poder
apreciar realmente lo que Stranded In Canton significa dentro
de la obra de Eggleston, es preciso ver como complemento el documental
William Eggleston in the Real Life, de Michael Almereyda,
y a ser posible conocer algo de su trabajo fotográfico. En
su film, Almereyda se centra mucho más en la naturaleza de
su fotografía y en su concepción de la realidad, pero
no se dedica a recorrer escrupulosamente la vida y obra del fotógrafo,
sino que plantea su acercamiento como un reverso de la propia Stranded
In Canton, donde Eggleston se mira al espejo y queda retratado
de la misma forma que su círculo de amigos. De esta forma,
Almereyda arranca de la persona su visión del mundo y sus confidencias
en las situaciones más decadentes. Uno se da cuenta entonces
de que lo que muestra Stranded In Canton no dejan de ser
eso mismo, instantes capturados, la realidad íntima y cotidiana,
y que por tanto no se aleja tanto de sus concepciones sobre la fotografía.
Ambas piezas, la cinematográfica y la fotográfica conforman
así un retrato de lo que habitualmente no se muestra. De lo
demasiado intranscendente, incluso de lo feo. Lo extraordinario brota
entonces de lo vulgar, y revela la esencia de las personas, de los
lugares, de la objetos... En palabras del propio artista: "(…)
Stranded In Canton no trata sobre nada en concreto. No importa si
fue fotografiado en el sur americano. Simplemente era allí
dónde nos encontrábamos". En la obra de Eggleston
el momento, el instante en que sucede algo lo es todo. Él sólo
está allí para capturarlo.