Bashing
(id. 2005) puede afianzarse como una de las favoritas a recibir el
Durián de Oro, tanto por su carácter social como por
su sobrio pero igualmente rico tratamiento formal. Su director, Masahiro
Kobayashi, se refugia en una estética que bascula entre los
límites de la ficción y el documental, del mismo modo
que realizadores como Hirokazu Kore'eda o Naomi Kawase. Sin embargo,
el resultado final se asemeja más al tratamiento de los hermanos
Dardenne, con una cámara menos móvil pero sin la depuración
estilística que éstos han alcanzado en su obra cumbre,
El niño (L'enfant, 2005).
Bashing remite a
una problemática que, a ojos de un espectador occidental, resulta
de una perplejidad tal que puede incluso convertirse en inverosímil:
la marginación social que sufre una voluntaria aprisionada
en Irak tras su vuelta a Japón, situación que no sólo
afecta a ella en su vida cotidiana, sino que también produce
efectos colaterales en sus familiares. Kobayashi, a través
de una puesta en escena despojada de cualquier artificio visual, distanciándose
emocionalmente de la acción para presentarla sin cortapisas
dramáticas, arremete directamente pero sin discursos panfletarios
contra la hipocresía moral de un país alineado, sacudido
por un nacionalismo feroz. Deslucida quizás por un segmento
final donde la fuerza de la imagen queda eclipsada por una retórica
innecesariamente discursiva, Bashing es el vivo ejemplo de
que el terror no se oculta tras espectros de pelo largo, sino que
está ahí, latente, en las entrañas de las sociedades
coetáneas.
Desde
la lejana y desconocidísima cinematografía de Sri Lanka,
aterriza The Forsaken Land (Sulanga enu pinisa, 2005), esbozo
de personajes limítrofes en un contexto cerril, desolado por
una guerra invisible. Vimukthi Jayasundara no sólo demuestra
una gran valía en la composición del plano dotando a
su trabajo de un aire poético ayudado por la naturaleza indómita
del paisaje, sino que se advierten magníficas dotes narrativas
en la segunda parte del film, mediante un inteligente uso de la metáfora
visual y de la sugerencia por encima del subrayado.
Retrato del retraimiento
emocional al que se ven abocados sus protagonistas –un matrimonio
fracasado, un viejo solitario, soldados errantes-, el largometraje
intenta acercarse a experiencias sensoriales de títulos como
Los muertos (Lisandro Alonso, 2004) o Tropical Malady
(Sud pralad. Apichatpong Weerasethakul, 2004), pero termina asemejándose
más a Japón (Carlos Reygadas, 2002) debido
en parte a ciertos tics esteticistas y/o exóticos que restan
frescura y espontaneidad al relato. La necesidad casi metafísica
de fundirse con la naturaleza, de establecer una simbiosis pura con
el medio que los rodea, deriva en la irracionalidad de unos personajes
que son modulados por su entorno, y terminan convirtiéndose
en bestias instintivas agitadas por sus más primitivos impulsos.
Aplaudida
en su paso triunfante por el pasado Festival de Tokio, What the
snow brings (Auki ni negau koto, 2005) es un trilladísimo
melodrama de hálito clásico, con familias rotas por
un acontecimiento pretérito y hermanos pródigos necesitados
de redención en un ambiente rural. Segmentada en tres rígidos
actos –prólogo, nudo y desenlace-, es la historia de
un joven que tras fracasar con su negocio en la metrópolis,
huye a su pueblo natal para esconderse de sus perseguidores. Allí
se reencontrará con su poco amigable hermano, que cuida un
establo de caballos.
Tan correcta visualmente
como tremendamente convencional, el film de Kichitaro Negishi se ve
lastrado por su naturaleza rancia, en su tratamiento moralista de
heridas abiertas que terminan cicatrizando. Siendo un trabajo perfectamente
disfrutable si uno adapta su mirada a cánones ya preestablecidos,
carece del riesgo y la valentía de otras propuestas vistas
en la Sección Oficial.