Se
veía venir, ya lo había anunciado la desigual acogida
que tuvo el día anterior en el Calderón, tímidos
aplausos y algunos pataleos, y sobre todo una enorme estupefacción
de casi toda la sala. En la sesión a la que pude asistir no
hubo demasiada diferencia, desconcierto y silencio al terminar, y
cabreo generalizado a la salida. El culpable de tales reacciones,
Escondido (Caché), el nuevo film con el que
Michael Haneke ese austriaco astuto y perturbador, vuelve a confundir
y angustiar al espectador. Tengo que señalar antes de continuar,
a la vista de la opinión extendida tan desfavorable, que no
me considero ni mucho menos un fanático de este director, aunque
sí me ha gustado casi todo lo que he visto de él. Si
el otro día advertía del poco riesgo que estaba demostrando
este año la sección oficial, ahora se presenta la única
que parece contradecir mis palabras, y es, junto a La Espada Oculta,
lo mejor visto por este cronista en lo que llevamos de concurso. Resulta
casi imposible hablar de la película sin desvelar nada del
argumento. Una familia de clase media-alta, formada por un matrimonio
de intelectuales (él un famoso periodista y ella una editora
literaria) con un hijo adolescente, comienza a recibir unas extrañas
cintas de video envueltas en misteriosos dibujos, que reproducen desde
la calle sus entradas y salidas de la casa. Pronto el padre se dará
cuenta de que tienen relación con unos sucesos ocurridos en
su infancia. Sobre el personaje interpretado por Daniel Auteuil, Haneke
construye poco a poco una intriga ambigua, que discurre lentamente,
quizá tratada con excesiva frialdad (lo que podría provocar
la pérdida de interés), que oculta más de lo
que deja ver mientras juega constantemente con el espectador haciéndole
partícipe del desasosiego. El uso de las propias cintas como
parte integrante en la representación del espacio fílmico,
confunden nuestra percepción llegando a dudar quién
ejerce el punto de vista. El plano o el diálogo en apariencia
más banal, puede contener las claves del misterio. Él
no da explicaciones, somos nosotros los que debemos encontrarlas.
Por fin se presenta un film que obliga al espectador a implicarse,
no sólo emocionalmente, también intelectualmente. Caché
habla de nuestros miedos más primarios, que golpean a esa familia
acomodada hasta provocar una crisis en sus relaciones sociales. La
culpa latente en el padre desde la infancia, resurge al hurgar el
resentimiento en el pasado. Un país que se avergüenza
de su pasado, si buscamos una lectura alegórica. El presente
(esas imágenes de Irak que el padre ignora) parece recordar
las viejas heridas. La historia se vuelve a repetir, y tal vez sea
el momento de corregir lo que se hizo mal, expiar la culpa o mirar
para otro lado y enterrarla definitivamente.
Más
clásica y predecible resultó El Tiempo Que Queda
(Le Temps Qui Reste), del francés François
Ozon, un hermoso drama sobre un hombre, Romain, de unos treinta años,
fotógrafo, homosexual y enfermo terminal de cáncer.
Cuando la enfermedad se le es diagnosticada, la oculta a su novio
y a su familia, a excepción de su abuela, con la que se siente
más unido por la cercanía de su muerte debido a su edad,
y decide arreglar su difícil relación con ellos, buscarse
a sí mismo evocando su infancia (representados mediante el
uso de flash-backs) y redimirse de la insolencia y el egoísmo
con el que ha vivido. Rodada con delicadeza y sobriedad, excepto en
sus instantes finales donde recarga de belleza el plano, resulta atractiva
y bien dirigida, pero poco novedosa.
La
segunda película más arriesgada que se ha visto es sin
duda En La Cama, del chileno Matías Bize, pero el
resultado es cualquier cosa menos satisfactorio. Toda la película
transcurre en un único emplazamiento, la habitación
de un motel, con tan solo dos personajes, una pareja joven que se
ha conocido esa misma noche. Y en ese espacio tan reducido, hablan
y hablan de temas triviales, de vez en cuando hacen el amor, y cuando
terminan siguen hablando. Ese parece ser el planteamiento inicial
del director, rodar una película a partir de elementos mínimos.
El problema es que no basta con poner la cámara aquí
y allá para hacer cine y el resultado adolece de su excesiva
dependencia del guión y de la actuación, y desde luego,
el propósito de "transmitir vouyerismo", como dice
el director, no lo consigue. En la primera parte de la película,
la cámara se mueve demasiado y sin coherencia, excesivamente
cerca de los rostros, los cambios de plano no parecen cumplir una
función narrativa y resulta realmente mareante. Reconozco que
estuve a punto de levantarme y salir de la sala, algo que no he hecho
nunca. Por suerte, a la mitad comienza a advertirse cierta progresión
en la historia, que se organiza en tres partes: una primera de descubrimiento
corporal, una segunda en la que se conocen e intiman, y una tercera
en la que aclaran las mentiras y ponen fin al encuentro. Rodada con
dos cámaras digitales, con un guión algo irreal, En
La Cama intenta radiografiar las relaciones de la juventud actual.
No estoy muy seguro de que lo consiga pero al menos se agradece el
humor que se desprende de los diálogos.