The ilussionist Tideland Perhaps love Fido
Sisters Addam's apples Paprika

Pocas veces un film de clausura ha resumido con tanta clarividencia todo un festival. Nueve días de intuiciones, de lecturas soterradas, de muchísimas y variadas películas, terminan por condensarse en este artificioso film dirigido por Neil Burger. Esta edición del Festival de Sitges, la previa a su 40º Aniversario, se ha decantado abiertamente por la inhibición del fantástico, por su desmoronamiento ante una realidad más temible y aterradora que cualquier monstruo. De ahí que este certamen haya sido una válvula de escape para la infancia, que ha encontrado en la fantasía ese mundo imaginario en el que guarecerse ante un ecosistema hiriente. Películas como El laberinto del fauno, La hora fría, Princess o Tideland, argumentan que lo real ya no solo ha engullido al adulto, sino que los niños tampoco están a salvo de su influencia. Por lo demás, no podemos obviar la entrega de premios, donde el Jurado ha fallado a favor de dos propuestas que se mueven en un ambiente hiperrealista, como son la disección en clave Dogma de un supuesto caso de posesión en Réquiem, y la plasmación de manera (falsamente) naturalista de la historia del "caníbal de Rohtenburg" en Grimm Love Story. Incluso el siguiente film multipremiado, Homecoming de Joe Dante, a pesar de volcarse en el cine de zombis, es una feroz crítica a la política actual del gobierno norteamericano. En cuanto a la jornada, tras una copiosa e irregular digestión cinematográfica, podemos destacar a la divertidísima Fido dentro de la Sección Oficial, a la sorprendente e ingeniosa Adam's Apples en la Seven Chances, y a la portentosa Paprika en Anima't.

Volviendo a la clausura, la sensación general fue de decepción. Mucho esperábamos de The Illusionist, o al menos bastante más de lo que finalmente ofreció. El film de Neil Burger, al igual que otras muchas películas proyectadas en esta edición, transita durante la mayor parte de su metraje por los entresijos del fantastique, es decir y parafraseando a Gerard Lenne, en un mundo donde se confunde la Realidad y la Imaginación, para luego darse de bruces con la más mecánica y positivista de las realidades. Contextualizada en la Viena de finales del siglo XIX, es la historia de un prestidigitador de nombre Eisenheim cuyo espectáculo de magia ha levantado ampollas en diversos sectores sociales por su cuestionamiento de las leyes racionales. Y poco más. The Illusionist es un correctísimo –diríamos incluso ramplón- largometraje, cuyos mayores logros descansan en un bello trabajo de fotografía –ese aspecto monocromático, el uso de filtros que lo dotan de un look cercano al cine primitivo-, y en un muy logrado diseño de producción en su reconstrucción de la Viena post-industrial. Su narración se articula en torno al enigma y al engaño, y al final todo se resume en un truco de magia –con pirueta final incluida- tan bonito y sorprendente como artificioso y vacuo. The Illusionist podría considerarse entonces como un film muy moderno, de esos que priorizan la forma sobre el contenido, y cuyo sugerente envoltorio no esconde más que la más absoluta inanidad.

Iniciábamos estas crónicas hablando, a propósito de El Laberinto Del Fauno, de cómo durante la infancia, la imaginación puede convertirse en un arma de defensa, de evasión incluso, frente a la crueldad del mundo. Una de las películas de la jornada anterior, Princess, dejaba al descubierto la indefensión a la que están expuestos los niños, y cómo la inocencia podía corromperse por los actos más viles de los adultos. La infancia parece ser uno de los grandes temas de esta edición del Festival de Sitges. Tideland se encontraría a medio camino entre ambas. El cuento que ha creado Terry Gilliam es más perverso, si cabe, que el de Del Toro. Llega a ser enfermizo en algunos momentos. Parece como si Gilliam hubiese necesitado filmar Tideland para reafirmarse tras sus dos últimos fracasos: su versión libre del Quijote y Los Hermanos Grimm. Esta es seguramente su obra más personal, en la que queda más claro cómo funciona su mente y cómo es el universo en el que habita. También es la más oscura y pesimista de todas. Gilliam parte igualmente de Alicia en el País de las Maravillas, pero con una diferencia fundamental, que ya no existe frontera entre los dos mundos. La imaginación de la protagonista, extraordinaria Jodelle Ferland, hace tiempo que acapara todo, tan presente como lo está su continua letanía. En una escena de la película, una de sus cabezas de muñeca, aquella con la que se siente más identificada, cae por una madriguera de conejo. Ella por supuesto no entra a buscarlo, no es necesario, pues la cabeza sigue presente a través de las demás. No hay separación. Sólo percibe una realidad en la que los campos de trigo son mares o las ardillas hablan. Ese mundo choca frontalmente con la realidad que ve el espectador, tan extravagante como macabra. La ambigüedad surge entonces de la oposición de esas dos visiones. Con una niña para quien las figuras paternas ya no existían mucho antes de su muerte, que no comprende la maldad de los adultos, un inocente juego puede convertirse en una aberrante iniciación sexual. Gilliam elude cualquier contención, todo nos es mostrado de forma transparente, pero a través de un cristal deformado: el de la cámara del director, con su repertorio de ángulos oblicuos y contrapicados. No es de extrañar que, ante tal crudeza, provocase deserciones en masa en San Sebastián y fuese abucheada al recibir el premio Fipresci. Resulta algo difícil para el espectador entrar en un universo tan cerrado. Gilliam no nos sumerge en el mundo de fantasía y sordidez, sino que nos obliga a observarlo desde fuera y a juzgarlo. Nos deja poca libertad de acción y constantemente nos reta a entrar en sintonía con su visión del mundo. Realidad o imaginación, que cada cual decida.

Aún con los acordes en mente de Pas Sur La Bouche, nos llega otro film ceñido a las formas del musical, esta vez procedente de una cinematografía poco propensa a ellos. Perhaps Love, está dirigida por Peter Ho-sun Chan, uno de los directores y productores más importantes de Hong Kong, co-fundador de la productora UFO, con la que realizó títulos de la talla de He's A Woman, She's A Man o Comrades: Almost A Love Story. Así pues, Chan ha sido testigo y protagonista activo de la crisis que se originó en industria hongkonesa en los años noventa. Y algo de eso ha quedado reflejado en este film sobre el cine dentro del cine, donde descubre los entresijos de la industria. Hay cierto aire de decadencia, de cierto esplendor perdido, en las imágenes que componen esta historia sobre un triángulo amoroso que se desarrolla en paralelo al rodaje de un musical. El drama romántico ha sido su género predilecto, aunque siempre ha revestido a sus películas de ese sabor amargo característico de los films que se erigieron en estandarte de su productora. Pero esta propuesta de Chan es tal vez más ambiciosa. Se diría que Perhaps Love es un falso musical, pues no termina de inscribirse totalmente en el género. Aquí los números musicales no corresponden con el presente que viven los protagonistas ni las canciones expresan directamente sus sentimientos, sino que lo hacen dentro del marco de la película que están rodando. Es la otra historia la que le da cierta coherencia a las salidas musicales. Sin ella, toda la estructura flaquearía. De esta forma lo envuelve todo de cierto realismo. Tampoco es un film sobre el amor. Ese "quizás" del título pesa más de lo que parece. Es más bien una crónica sobre el desamor y sobre el olvido. De ahí que el personaje interpretado por el coreano Ji Jin-hee sea fundamental. Como él mismo afirma al principio, su cometido es guardar el metraje sobrante por sí alguna vez es requerido. Pero en Perhaps Love, la vida de los personajes queda proyectada sobre la película que están rodando, y de esta forma se convierte en garante de los sentimientos y los recuerdos. Incluso los ayuda a tomar decisiones, como se comprueba en la única secuencia que es reescrita, la única verdaderamente propia de un musical. Él es, de alguna forma, el nexo entre los dos mundos, Chan no rechaza de plano el elemento mágico del musical. El film dentro del film se convierte entonces en un medio de expiación para los tres protagonistas, que les ayuda a terminar con su pasado y encarar el futuro. Sin embargo, la sensación final una vez terminada la película es que todo el tema del musical es una excusa para lucir las coreografías de Farah Khan y los coloridos y anacrónicos decorados de los estudios de Shanghai. En Hong Kong, el melodrama suele inclinarse hacia el exceso. Por suerte Peter Chan, rueda con la frialdad necesaria para no caer en lo grotesco.

Mucho más estimulante nos ha parecido Fido, una ácida comedia en clave zombie que parodia la alineación y el conservadurismo de la vida de los suburbs norteamericanos. Con un aspecto visual similar al de películas como Eduardo Manostijeras o Pleasantville, nos sitúa en un futuro de ambientes retro –los felices '50- donde los zombies han sido domesticados gracias a un collar que inhabilita sus ansias necrófagas. El segundo largometraje de Andrew Currie asocia la estética recargada y el cromatismo suntuoso de los melodramas de Douglas Sirk con su línea argumental, no en vano nos encontramos ante la relectura zombificada de Solo el cielo lo sabe, donde un ama de casa reprimida y constreñida por las normas sociales se libera de ese encorsetamiento gracias a su relación con su criado/zombie. Pero Fido va más allá de un homenaje kitsch, ya que su discurso no solo apela al pasado sino también al presente; de ahí que pueda verse como una irónica crítica a aspectos como la progresiva militarización de la sociedad, el uso de la guerra preventiva, la segregación racial, los prejuicios sociales hacia el otro, etc.…De hecho, quizás en su multiplicidad de lecturas pueda radicar su debilidad: la ligereza de los temas así como la poca profundización en algunos de ellos limitan la carga subversiva del film, lo cual también podría explicarse por su adscripción a la comedia, o incluso a sus intenciones comerciales. Lo que sí es de agradecer es que, a diferencia de la mayoría de films "indies" supuestamente insurgentes pero que terminan acatando una actitud neoconservadora, Fido es transgresora hasta el final, donde cuestiona de manera corrosiva y nunca exenta de humor negro la continuidad del modelo familiar arquetípico.

Pocos eran los largometrajes que se nos habían escapado de la Sección Oficial –entre ellos el ganador a la Mejor Película, Réquiem- así que preferimos acudir al pase de Sisters aún a riesgo de sufrir empacho cinéfilo en esta hiperactiva jornada. Y lo cierto es que el desencanto fue doble: por un lado, tras evidenciar el paso en falso de un prometedor realizador como Douglas Buck que ya nos acongojó con Family Portraits: A Trilogy of America; y por otro, el comprobar como sus declaraciones durante la presentación del film caían en saco roto, porque en contraste con The Wicker Man, Sisters es un insulso remake del título original, un facsímil pueril e innecesario que no aporta absolutamente nada al trabajo de Brian de Palma. Fuertemente influenciado por el cine de Alfred Hitchcock –en particular por obras como La ventana indiscreta, Vertigo, o Psicosis-, la película de De Palma bucea en la misteriosa relación entre dos supuestas hermanas siamesas cuya separación deviene en trauma para ambas. Un crimen perpetrado por una de ellas y observado por una periodista situada en un edificio adyacente, dinamita la acción en forma de thriller que explora los límites de la psicopatía y la dependencia emocional. El remake de Douglas Buck retoma este punto de partida y, reelaborando al personaje de la periodista, plagia descaradamente el desarrollo del film primigenio modificando el desenlace. No contento con ser un triste duplicado, la puesta en escena de Buck se advierte anodina y carente de fuerza, desabrida y sin ánimo de perturbar al espectador, aunque al menos se agradezca el mantener el tono adulto y por momentos bastante enfermizo del original.

La gran sorpresa del día fue la cinta danesa, Adam's Apples, dirigida por Anders Thomas Jensen, que puso el broche final a una notable sección Seven Chances, donde se han podido ver algunas de las mejores películas del festival. Y es de agradecer encontrarse en estas últimas horas del certamen con una película tan divertida como esta, que logra levantar el ánimo y enmascarar el cansancio mediante la carcajada, sin resultar en ningún momento un producto vacío. Jensen, prolífico guionista y director, figura medular del Dogma, convertido ya en referente del nuevo cine danés, cierra con esta película su trilogía de los inadaptados, tras Flickering Lights y The Green Butchers, planteando un conflicto en forma de parábola de resonancias bíblicas. Adam's Apples se cimienta en torno a dos personajes: un neonazi recién salido del presidio que se ve obligado a realizar trabajos para la comunidad en una iglesia, y un peculiar sacerdote, cuya mente rechaza cualquier fatalidad a la que se ve sometido. El bien y el mal encarnados. En medio de ellos dos, un manzano reconvertido en el árbol prohibido y sometido a tormentos divinos, y una caterva de personajes, a cada cual más estrambótico, que basculan entre las dos posiciones por sus actitudes ambiguas. El Libro de Job se torna inspiración, y la fe en último recurso al que aferrarse. Y no desvelaremos más de la trama porque aquí la sorpresa es una virtud y lo inesperado se convierte en vocación y deja sin apoyos al espectador, que contempla atónito un mundo desquiciado, en el que se ponen en entredicho la fe ciega y nuestra capacidad de sacrificio. Adam's Apples es una comedia negra que confía sus resortes humorísticos a un guión excesivo en el que en la genialidad de los diálogos, se dan la mano lo cruel y lo hilarante. Pero en ella también destaca la brillante concepción del gag visual, y donde un simple gesto, inmejorable Ulrich Thomsen, define mejor, en su contención, la naturaleza un personaje que varias líneas de guión. Un film a descubrir.

Nuestra cobertura de esta edición del Festival de Sitges se cerró con un film memorable, una obra maestra que sitúa definitivamente a su director, Satoshi Kon, en el Olimpo de los creadores. Con Paprika, Satoshi Kon culmina casi una década de obsesiones personales que han integrado un corpus conceptual preocupado por aquello que se esconde tras la realidad, por los mecanismos del subconsciente, y por la indagación en la memoria colectiva. Así pues, su último largometraje bebe tanto de su guión para una de las historias de Memories, Magnetic Rose, –la interconexión entre los estados del sueño y la vigilia-, de Perfect Blue –la escisión de la personalidad en un entorno alienante, así como la existencia de realidades paralelas-, de Millenium Actress –la mitificación del mundo del cine y la influencia de la memoria colectiva- y de su serie Paranoia Agent –la represión del ser humano contemporáneo en una sociedad hipertecnificada-. Por lo tanto Paprika, influenciada por las teorías jungianas del inconsciente colectivo y por el psicoanálisis freudiano, supone una absorción y posterior regurgitación de las bases temáticas del cine de Kon, pero doblemente potenciadas. Siguiendo una estructura parecida al cine negro donde varias tramas se desarrollan de forma paralela para terminar imbricándose, el argumento remite a un futuro evidentemente actual, donde una gran compañía desarrolla un aparato que permite introducirse en los sueños de los pacientes para acceder a sus capas más profundas y sanar heridas psíquicas o traumas pretéritos. Pero el robo de una de las máquinas así como el enloquecimiento de algunos de los trabajadores de la corporación da inicio a un desarrollo alambicado que destaca por su afluencia de géneros, desde la ciencia-ficción, el kaiju-eiga, la fantasía high-tech, el thriller, o las intrigas empresariales. A pesar de su apabullante poderío visual y su imaginativa puesta en escena, Paprika es un film de discurso –rico, denso, en ocasiones desbordante-, donde Satoshi Kon dibuja un presente solitario y ensimismado, donde la tecnología no solo ha conseguido alienarnos y controlar nuestra vigilia, sino también ha comenzado a manejar nuestros sueños, esa parcela íntima de nuestra existencia. En Paprika, Satoshi Kon lanza desde el interior de una sociedad eminentemente colectiva, un grito por la individualidad, y logra plasmar la posmodernidad en un gesto, en ese gran carnaval que recorre los sueños de los protagonistas: una muestra más de la ausencia de referentes, de la banalización del símbolo, de la desmitificación de toda creencia.