The wicker man Children of men Princess Offscreen Pas sur la bouche

Con la fiesta hongkonesa de ayer el festival alcanzó su cima de calidad y será difícil que se repita. En esta jornada consigue mantenerse a un nivel más que aceptable, y no cae en picado. Y es algo de agradecer en este penúltimo día en el que el cansancio empieza a acusarse. The Wicker Man, fue un pequeño amago, pero Cuarón nos subió otra vez a la montaña rusa. Después vino nuestra última esperanza en la Sección Oficial Méliès, Princess, la última acometida de Christopher Boe y para terminar una delicatessen del maestro Resnais. Notable día.

A pesar de toda la bilis que se segregado sobre ella, la nueva versión de The Wicker Man está lejos de ser un film despreciable. Cierto que no estamos hablando de una maravilla, que se sitúa muy por debajo del original de Robin Hardy, pero al menos se percibe una intención, un deseo de explorar nuevos temas y confrontaciones, algo excepcional en un remake para los tiempos que corren. Estas pretensiones se deben en su mayor medida al realizador de esta puesta al día de la novela de David Pinner, el norteamericano Neil LaBute, cuya carrera se ha desarrollado de forma paralela al movimiento "indie". Un director habitualmente preocupado por los conflictos entre ambos sexos, algo que vuelve a hacerse patente en esta película pero recubierto por el barniz genérico. The Wicker Man cuenta la llegada de un policía con pasado traumático a una misteriosa isla regida por mujeres, así como la investigación de éste para encontrar a una supuesta niña desaparecida. Si en el original de 1973, Hardy mostraba la confrontación entre el catolicismo rancio y castrador de su protagonista frente al naturismo y desinhibición sexual de una religión pagana para terminar articulando un letal discurso en contra de cualquier tipo de culto, LaBute contrapone la virilidad y misoginia del macho occidental frente al oscuro sectarismo de una sociedad matriarcal, edificando una insólita fábula sobre la lucha de sexos. Pero LaBute no posee el pulso necesario para insuflar un tono eminentemente desquiciado a los devaneos del policía por la isla; su film carece de la atmósfera alucinada del original, lo cual no es nada malo, pero sí necesario para construir un microcosmos en sí mismo, una parábola pesadillesca (y perversa) acerca de los peligros del matriarcado, tan o más despiadado que las sociedades patriarcales. Así pues, The Wicker Man termina siendo una película que pretende llegar más lejos que lo que su puesta en escena nos advierte, quizás porque a pesar de ciertos detalles espeluznantes –ese viejo deforme y lleno de cicatrices que se encuentra postrado en una cama de la mansión, la joven cuyo cuerpo está cubierto por abejas-, su director tiende más al verismo costumbrista que a los abisales delirios del fantastique.

La película del día fue casi con seguridad Children Of Men, el mejor trabajo hasta la fecha del irregular director mexicano Alfonso Cuarón, que había recibido críticas dispares tras su paso por San Sebastián. En la primera incursión de Cuarón en la ciencia-ficción, adapta una novela de P.D. James y viene a engrosar la larga lista de distopías que han mostrado visiones poco agradables del futuro del hombre. En este caso, lo futurible se conforma a partir de cambios políticos y biológicos. Corre el año 2027 y el planeta se encuentra convertido en un absoluto caos, la humanidad se ha vuelto estéril y tan solo Gran Bretaña, donde se ha instalado un gobierno totalitario, parece resistir en pie gracias a un férreo control militar y policial que trata de mantener raya la inmigración y el terrorismo, tanto de fanáticos religiosos como de grupos revolucionarios. No es difícil establecer conexiones con nuestro presente. La obviedad de algunos temas es tal vez el mayor defecto que encontramos. Sin embargo, el film huye casi en todo momento de cualquier tono discursivo. Es más, los hechos en los que se inscribe la historia quedan relegados a un segundo plano, nunca toman un protagonismo excesivo sobre el relato. El film se configura entonces como una película en perpetua huida hacia de adelante, salvo en contadas ocasiones, donde la historia se vuelve más intimista. Y en esa huida esperanzada se nos descubre la realidad en la que están inmersos los personajes. De ahí que los mejores momentos aparecen cuando no explica nada, cuando el entorno apocalíptico surge dentro del desarrollo de la acción. Pero si a la historia se le pueden hacer algunos reproches, donde realmente brilla la película de Cuarón es en su apartado técnico. Children Of Men es un monumento al plano-secuencia. La utilización de la cámara al hombro libera los planos de cualquier restricción en la planificación y consigue un efecto de inmediatez sorprendente. Las escenas de acción fluyen hacia las más contenidas con gran naturalidad, y viceversa. De esta forma, la inmersión en ese mundo devastado es total.

"Para disfrutar del porno has de ser un cretino o abstraerte del hecho de que estás mirando a gente real (…) La gente que está en el mundo del porno suelen arruinar sus vidas de un modo miserable, y lo único que pueden hacer para obtener respeto es desprenderse de lo único que les queda: su sexualidad". Es normal que tras estas declaraciones, el realizador Anders Morgenthaler haya sufrido las iras de las mentes (supuestamente) progresistas y desprejuiciadas, aquellas cuyas bocas se llenan de frases como "libertad de expresión" pero que luego tachan a un film tan valiente como Princess de fascistoide (¡!) cuando en realidad, su presunta carga moralista y reaccionaria ha sido soliviantada por las afirmaciones de su director. Proyectada tras el corto Araki-The Killing of a Japanese Photographer –que adelanta formal y temáticamente lo que sobreviene-, Princess viene a ser una reinterpretación extrema del Hardcore de Paul Schrader, donde un ex-sacerdote se entrega a una furibunda venganza contra el mundo de la pornografía para limpiar el nombre de su hermana, una estrella del género muerta a una temprana edad a causa de una sobredosis. Compendio de animación –con texturas cercanas al anime- e imagen real –mediante vídeos caseros que el protagonista grababa durante su adolescencia-, Princess es el descenso a los infiernos de un hombre torturado por una vida miserable, carcomido por una insaciable culpa obrada por la imposibilidad de detener el proceso de autodestrucción de su hermana a la vez que el castrado sentimiento de una atracción incestuosa hacia ella. Imbuida en un fatalismo atroz –en todo momento somos conscientes del terrible destino al que se enfrentan sus personajes- y sumida en un restallante nihilismo, el film danés rastrea en una infructuosa expiación a través del martirio de la violencia, y, al igual que hizo Scorsese en Taxi Driver, el progresivo embrutecimiento de su protagonista es análogo a su incipiente desapego de la realidad –cfr. ese muñeco que comienza a cobrar vida-.

Entramos en la sesión de Offscreen algo expectantes por ver qué extraño giro ha dado esta vez el danés Christopher Boe, autor de las celebradas Reconstruction y Allegro, ambas presentadas aquí el año pasado. El resultado es tan interesante en sus planteamientos como insatisfactorio en última instancia. Lo cierto es que no ha podido alejarse más de sus anteriores películas, para terminar regresando finalmente a las inquietudes que planteaba en ellas. Si estas se caracterizaban, entre otras cosas, por un acabado formal muy cuidado, aquí parte de las bases del Dogma, lo cual significa inmediatez, o al menos apariencia de inmediatez. Siempre preocupado por la figura del creador y de los procesos de confección del relato, Boe acostumbra a delegar su posición como narrador/creador en uno de los personajes. En este caso lo hace en la figura del actor Nicolas Bro, uno de los miembros de la nueva hornada de actores y directores, la mayoría procedentes del Dogma, que están revolviendo la escena cinematográfica danesa. Él es el encargado de construir la película a partir de sus vivencias, en un intento de mostrar una historia de amor en la que todos los personajes son aparentemente reales, pues se interpretan a sí mismos. En este caso, el juego es más evidente, pues el propio Boe es quien le entrega la cámara. Así, el protagonista, armado con una cámara digital se dedica a captar todos los aspectos de su vida diaria y lo que realmente termina filmando es el desenamoramiento de su esposa y el tránsito hacia locura que vive a partir de ello. Lo más interesante del film es sin duda el juego que establece entre lo que es real y lo que es ficticio, y cómo se interrelacionan entre sí. Lo que Nicolas Bro filma es, en teoría, la realidad, pero todas las decisiones que toma sobre la película, en los cortes, en los diálogos o incluso a la hora de rodar las escenas termina condicionando su percepción de la realidad. Y es precisamente esa constante manipulación lo que le lleva a obsesionarse por controlar todo, más allá del experimento inicial. Se diría que la ficción entra en su realidad. Estamos ante un nuevo caso de cámara que vampiriza. De ahí que debamos tomar el film como una reflexión sobre las bases del cine Dogma, y como experimento resulta atractivo. El problema de Offscreen es tanto de duración, la reiteración sobre lo mismo llega a saturar, como de propósito. Al saber que todo es falso desde un principio, el verismo no se intuye en ningún momento y la postura del espectador deriva hacia la risa ante hechos graves. Al final, todo queda en una simple broma. O tal vez era lo que pretendía.

Para terminar el día, Seven Chances nos trajo la deliciosa Pas Sur La Bouche, penúltimo trabajo del veterano realizador francés Alain Resnais, que seis años después del estreno de On Connaít La Chanson, regresa con un nuevo musical, adaptando esta vez una opereta parisina de 1925, escrita por André Barde, con música de Maurice Yvain, que ya fue llevada al cine en 1931. El film se inscribe dentro del interés histórico de Resnais por rescatar algunas expresiones artísticas de la cultura popular francesa. Si en Mélo, rendía tributo al teatro de bulevar en su vertiente seria, aquí recupera la tradición del vodevil con una trama de asuntos frívolos que se enreda a partir de equívocos, siguiendo las reglas de esta forma de espectáculo a rajatabla. Dividida en tres actos: uno inicial de presentación de los personajes, un nudo en el que se complica la trama y el feliz desenlace, bascula en progresión hacia la comedia, dejando claro que la excusa que da pie a la trama y su resolución, son lo de menos, lo importante es el desarrollo de la acción. Resnais concibe el film como un puro entretenimiento que funciona como un reloj y demuestra que lo importante es la puesta en escena. Todo sucede en el mismo espacio principal, los personajes se evaporan al salir de escena. De esta forma, lo increíble se convierte en plausible, y se elimina cualquier anacronismo que pudiera darse. El virtuosismo que alcanza en la composición de algunos números musicales es deslumbrante. Los personajes dialogan constantemente con la cámara, unas veces desvelando alguna confidencia y otras escondiendo detalles. Incluso le interpelan para conocer su opinión sobre la obra. Y así el film se beneficia de la complicidad que se establece con el espectador. Para disfrutar plenamente de Pas Sur La Bouche, es necesario entrar en el juego que propone Resnais en este homenaje de marcado carácter retro.