Viendo
Scoop, la última película de Woody Allen, se
tiene la sensación de que los logros de Match Point
han sido fruto de un pasajero momento de inspiración. El cambio
de aires que hizo trasladar al cineasta norteamericano de Manhattan
a Londres derivó en una de las obras más oscuras y sólidas
de su última década. Ahora vuelve a posar su mirada
en la aristocracia londinense pero retornando a los mecanismos de
la comedia irónica, mezclada con una intriga detectivesca que
recuerda a Misterioso asesinato en Manhattan. Sin embargo,
lejos de la envidiable construcción dramática de Match
Point, Scoop parece convertirse en su muy mediocre reflejo,
un intrascendente film solo recomendable para los incondicionales
del neoyorquino. De hecho, lo más interesante del largometraje
son los alargados soliloquios del propio Allen mediante una descarga
continuada de corrosivas declamaciones –algunas con más
gracia que otras- sobre la cultura y el modo de vida británico.
Pero ni la insulsa investigación perpetrada por una joven estudiante
de periodismo (Scarlett Johanson), ni la incorporación impostada
del elemento fantástico –a diferencia de en Match
Point, donde éste aparecía como la proyección
exterior de la culpa de su protagonista-, elevan el discreto nivel
cualitativo de un trabajo excesivamente autocomplaciente.
Los Abandonados,
de Nacho Cerdá, venía precedida por una gran expectación.
El director se había labrado una gran reputación en
el campo del cortometraje, con títulos tan celebrados como
Aftermath o Génesis, y su debut en el largometraje
nos ofrecía grandes esperanzas de encontrar al fin algo interesante
dentro del género. Sin embargo, lo que podría haber
sido un atractivo mediometraje, se diluye en noventa minutos que Cerdá
dedica a inflar a base de efectismos y vueltas sobre lo mismo. En
una cinta que aspira, partiendo de un género como el de terror,
a crear angustia a la platea, que al final resulte extremadamente
aburrida es un problema evidente. El film basa casi todas sus bazas
en el entorno donde se desarrolla el relato. En ese sentido, prometía
mucho al principio, con ese retorno al medio rural ruso como fuente
de horror. Pero a partir de ahí, acumula todos los trucos posibles,
como el abuso constante del sonido o una utilización un poco
burda del tema del doppelganger, y la sensación de
que no aporta nada nuevo es la que permanece. También encontramos
salidas de guión que no llevan a ninguna parte y personajes
desdibujados, como el hermano de la protagonista, que en una de las
peores escenas de la película, se dedica a explicar que está
sucediendo en la casa, cuando no tendría por qué saberlo.
Tan solo se salvan algunos detalles de puesta en escena y el trabajado
aspecto visual.
Tras
dos duros desencantos, la tarde nos legó curiosamente dos extraordinarias
películas, tan diferentes entre sí que no parecen adscribirse
al mismo realizador. Exiled llegaba con la etiqueta de ser
una secuela de The Mission, rodada en 1999 y posiblemente
el mejor trabajo de Johnnie To hasta el momento. Era The Mission
un film extrañamente despojado, cuyas refriegas balísticas
se movían entre la estilización y la depuración
estética, con un manejo excepcional del mc-guffin
ya que en el fondo la acción se encontraba supeditaba a la
relación entre los miembros del grupo. Contando con los mismos
actores, To juega con los arquetipos planteando una secuela más
anímica que directa, una relectura del primer film donde los
personajes, a pesar de mantener idénticas personalidades y
roles, tienen nombres diferentes y se conocen desde su niñez.
De ahí que haya mucho de tragedia en una historia con final
escrito, de ineludible encuentro con el pathos desde esa
foto grupal tomada entre camaradas. A diferencia de The Mission,
Exiled sustituye la palabra por el gesto, y las secuencias
de acción se erigen como escenas explicativas mitificando así
los mecanismos genéricos, porque lejos de convertirse en un
simple espectáculo circense, los múltiples tiroteos
definen a sus personajes, nos ofrecen su visión del mundo y
su posición ante la vida –crf. el primer duelo, ejecutado
desde el respeto mutuo y el honor; la hiperviolenta escaramuza en
el apartamento del médico, donde se hace patente la vena sádica
del personaje interpretado por Simon Yam, pariente asiático
del General Mapache de Grupo Salvaje-. De esta manera To,
haciendo buena la sentencia de Aristóteles en su "Poética"
(siglo IV a.C.) cuando afirmaba que la vida es acción, elabora
un largometraje vitalista dentro de su fatalidad, epatante y hormonal,
que funciona a nivel emocional y puramente orgásmico. Además,
habría que preguntarle al propio realizador cuanto ha visto
del cine de Howard Hawks –su reinterpretación de The
Mission se asemeja a lo que realizó el norteamericano
con Río Bravo y El Dorado-, de John Ford
–los chocantes momentos de humor-, de Sergio Leone –su
manejo del tempo cinematográfico, la dilatación previa
al estallido-, o de Sam Peckinpah –ese grupo humano unido por
el honor y la camaradería, último refugio en un mundo
que se acaba… y prestad atención a las citas sobre la
situación de Macao, que al igual que Hong Kong, es una excolonia
extranjera devuelta a China hace escasas fechas-, porque Exiled
también acapara convenciones del western reinsertadas
en el thriller hongkonés, como ese azaroso encuentro
con un cargamento de oro, en la tradición más clásica
del género norteamericano por excelencia. Pero no busquemos
aquí la contención y amaestramiento del cine occidental.
Afortunadamente, Exiled es hijo del "heroic bloodshed",
es cine de Hong Kong al 100%, con sus excesos y endiosamientos, su
arrojo y visceralidad. Y aquí es donde radica su valor. El
último largometraje de Johnnie To es y será, con total
seguridad, la mejor película proyectada en esta edición
del Festival de Sitges.
Justo
a continuación, con la sala llena y volcada con un director
que parece haber sustituido a Takashi Miike como ídolo local,
se proyectó Election II. Johnnie To regresa a ese
rigor formal y minimización de artificios para narrar, con
precisión mecánica, la lucha por el poder dentro de
las nuevas elecciones del clan gangsteril. Y regresa Lok, el ganador
de las últimas elecciones desprovisto de toda humanidad –como
muestra, la secuencia en la que empuja por las escaleras a un jefe,
es análoga a aquella de la primera parte donde Big D lanza
desde una montaña a otro hombre dentro de una caja-, enfrentándose
al joven y arrogante Jimmy, que supone un compendio entre los dos
antagonistas de Election, al aunar la inteligencia y sangre
fría de Lok con el carácter violento y sin escrúpulos
de Big D. De algún modo, en esa lucha interna entre el viejo
y el joven, entre la tradición y la modernidad, la primera
ha perdido la batalla, porque Election II es un film donde
cualquier rastro de ésta ha sido borrado. De hecho, el cetro
–símbolo de la tradición- ya no interesa, solo
importa en la medida que permite hacerse con el control de la organización.
Por ello el personaje Jimmy ya no es ese joven gangster que pretende
representar a la familia, sino un hombre de negocios que busca extender
su poder económico mediante el control de las triadas. Election
II es un film más oscuro que su predecesor, más
ambicioso en su discurso –la benevolencia de los cuerpos policiales,
la República de China como mercado de expansión-, y
que promete no ser el último de una grandiosa epopeya sobre
las organizaciones mafiosas de Hong Kong.
Transe,
de la directora portuguesa Teresa Villaverde, es seguramente la película
más arriesgada junto con The Fountain, que se ha visto
hasta el momento en esta edición. La autora de Os Mutantes,
retrata el descenso a los infiernos que vive una joven rusa, encarnada
por la actriz Ana Moreira, que tras abandonar a su familia y a sus
amigos en busca de una vida mejor, es capturada por una mafia que
trafica con mujeres. Obligada a prostituirse, recorre Europa hasta
llegar a Portugal, en una pesadilla que discurre hacia ambientes cada
vez más depravados. El título hace referencia al momento
crítico que vive la protagonista, pero también el estado
decadencia moral de la sociedad, próxima a su defunción.
El infierno se nos muestra mediante el sacrificio de la protagonista,
que convertida en una especie de santa en trance, recibe su martirio.
La directora cita a Santa Teresa, pero su obra y su protagonista están
lejos de la unión con Dios. Es el infierno el que domina el
mundo. En una escena del film, uno de los captores proclama una guerra
entre fuertes y débiles. En la Europa unida, es el individuo
el que lucha por su supervivencia. La revelación mística
aparece entonces en forma de alucinación: en un mundo en que
el hombre sigue reducido a las prácticas de las bestias y sólo
el más fuerte sobrevive, los niños portarán armas
desde la más temprana edad. Transe es una obra áspera,
incómoda, cuyas imágenes llegan a herir. Villaverde
huye completamente de la narración lineal, para mostrar momentos
aislados enlazados a través de elipsis, sucesiones de estados
de ánimo de la protagonista que va perdiendo su capacidad para
entender lo que percibe, mientras su identidad es constantemente puesta
a prueba, y poco a poco lo real transita hacia lo onírico.
En esa transformación las imágenes antes realistas,
adquieren una profunda carga alegórica. En Transe
el tiempo se dilata y la acción se intuye mediante el sonido
en fuera de campo y el rostro de los actores. Los espacios se desprenden
de lo accesorio. Una silla, una cama, una bañera, los vacíos
parecen jaulas que se estrechan sobre la protagonista. Villaverde
intercala escenas que apelan al estado anímico del espectador:
el movimientote los árboles, los hielos resquebrajándose,
los bailes... Los diálogos en off se recitan en formas
poéticas. Todo ello con el fin de someternos a un estado próximo
al de la joven, y que ponen a prueba nuestro aguante. No es de extrañar
que ante tal concepción formal, la mitad del público
abandonase la sala. La propuesta de Teresa Villaverde es extrema,
y desde luego imperfecta, pero contiene elementos suficientes como
para considerarla entre lo más interesante del festival. Aunque
quizá no era una película apropiada para la política
que habitualmente sigue.