Si
hay algo de lo que no podemos tildar a Darren Aronofsky es de ser
un director acomodado. Con solo tres películas, ha demostrado
encarar cada una de ellas con el compromiso de ahondar en diversos
mecanismos del lenguaje cinematográfico con un único
fin: explorar la psique humana. En el fondo, aunque lo que pueda llamar
más la atención de su cine sea su cuidada estética,
Aronofsky es un cineasta de la introspección, preocupado por
rastrear lo que se esconde tras las acciones físicas de sus
protagonistas. En The Fountain –recordemos, un desastroso
proyecto que el norteamericano ha logrado completar tras muchísimas
trabas- no nos encontraremos ante su trabajo estéticamente
más poderoso, no disfrutaremos de ese look granulado y desairado
de Pi ni del hipnótico montaje de Réquiem
por un Sueño, pero por el contrario nos enfrentaremos
a su largometraje más ambicioso, alegórico y posiblemente
intimista, ya que se sustenta en un relato de una sencillez alarmante.
Basada en una novela gráfica, The Fountain no es más
que las tribulaciones de un doctor que lucha por salvar a su mujer
enferma de cáncer, una arrebatada historia de amor intemporal,
una batalla interior donde el protagonista se desdobla en sus distintos
yoes, desde aquel que infructuosamente lucha de forma visceral por
encontrar la cura –y que el director, por medio de una novela
que la esposa va escribiendo, sitúa en la España del
siglo XVI- hasta el yo que reflexiona pacíficamente sobre la
aceptación o no de la muerte. Sacudida por momentos de desgarradora
belleza y de una poética inusitada, energizada nuevamente por
la memorable partitura de Clint Mansell, The Fountain no
es una obra perfecta –esa manía de ciertos realizadores
modernos por subrayar el símbolo hasta privarlo de su valor
intrínseco; un montaje final que tiende a la desazón
narrativa- pero es un film muy arriesgado, que obliga a la audiencia
a realizar un esfuerzo intelectual raro para los tiempos que corren,
y que dentro de su irregularidad encuentra su trascendental razón
de ser. El propio Aronofsky comentaba que pretendía realizar
una reflexión sobre las religiones, mezclando la maya, la católica
y la budista, un aspecto sobre el que conviene recapacitar en ulteriores
visionados de la película, a todas luces necesarios.
Nos lo habían
avisado unos días antes, pero uno lee el argumento y cree inconscientemente
que la idea es atractiva, que tal vez va a encontrarse con una sorpresa.
Ve, a traición, el trailer, y piensa que la factura parece
aceptable, que después de todo no será tan mala película.
Pues sí, lo era, y hasta decir basta. Moscow Zero,
última película de María Lidón, más
conocida como Luna, la autora de Stranded (Náufragos)
y Yo Puta, es un de los títulos más mediocres
que hemos podido ver hasta el momento en este certamen. Partiendo
de guión mal construido, lleno de tópicos y con diálogos
de chiste, es difícil llevar un proyecto a buen término,
y más con esas pretensiones. Pero una dirección mediocre,
incapaz de crear una atmósfera terrorífica, que ilumina
a su antojo a los personajes, y con los movimientos de cámara
más torpes que se han visto para mostrar a las criaturas sobrenaturales,
desde luego no soluciona el embrollo en el que se mete la directora.
Lo más triste es que para su distribución internacional
se beneficiará del reparto internacional y de haber sido rodada
en inglés. A ello contribuirá la "agresiva"
campaña de marketing que alguno de nuestros compañeros
de aventuras ha llegado ha sufrir. Cuando no hay virtudes a las que
aferrarse, algunos apelan incluso a la belleza de la directora.
Nos
encontramos algo desconcertados ante la fría acogida que han
tenido en este festival los dos últimos títulos del
maestro nipón Kiyoshi Kurosawa. Ya comentamos anteriormente
que Loft, para nuestro asombro, había provocado incluso
sonoras carcajadas. Pero especialmente sorprendente es la escasa repercusión
que ha tenido Retribution (Sakebi), auténtico film
compendio de toda su obra fantástica, y al mismo tiempo, un
paso más en su evolución estilística. Esta última
podría considerarse un puente entre la variante establecida
en Loft (y en parte Seance) y las inquietudes planteadas
en las que podrían considerarse sus tres obras mayores: Cure,
Charisma y Kairo, donde el espacio urbano deshumanizado
adquiría connotaciones apocalípticas. Bajo el auspicio
de J-Horror Theatre, Kurosawa retoma el personaje del detective
(de nuevo el gran Kôji Yakusho) inmerso en una cadena de misteriosos
crímenes, para plantear un film policiaco que deriva hacia
lo sobrenatural por el borde de la locura. Pero lo primero que llama
la atención en Retribution es la extrema corporeidad
que presentan los fantasmas. Si en sus obras anteriores su presencia
se intuía con una sombra que atormentaban a los personajes,
dejando claro que el fantasma no habita un espacio fijo sino que permanece
unido, como un peso, a la conciencia, en esta ocasión llegamos
a ver primeros planos de los mismo e incluso llegan a tocar a los
personajes. No entendemos esta variación como un giro comercial
que lo aproxime a otros títulos del terror japonés reciente,
al menos no exclusivamente, sino que cumplen una función perfectamente
definida. En Retribution la figura del fantasma es doble,
vengativa y al mismo tiempo, admonitoria. Eso explica la existencia
de múltiples formas, y el hecho de que en un momento dado uno
de ellos salga volando. El fantasma principal, la mujer de rojo, no
nace de un sentimiento de culpa, sino de una rebelión del propio
entorno (el mar, el barrio, la ciudad, la sociedad) que toma cuerpo
para traer un castigo divino, para advertir del fuerte individualismo
que se ha apoderado de la población. El título original,
Sakebi, hace referencia al grito de gran intensidad que emite
la mujer, la voz de una ciudad que agoniza por su excesiva industrialización
y un toque de atención a sus habitantes, a los que no perdona
que la hayan olvidado por sus propios intereses. Los fantasmas personales
pasan entonces inadvertidos pues son rápidamente olvidados
por el propio egocentrismo de los personajes. Sólo cuando sus
intereses se ven en peligro, es cuando toman constancia de su existencia.
En ese sentido, el film de Kurosawa es terriblemente pesimista. Retribution
es deudora de la estética de Cure, pero huye en cierta
manera de las atmósferas oscuras para jugar más con
los espacios del decorado. La mayor presencia de la música
parece constatar que se ha hecho un hueco en su estilo desde Doppelganger.
Kurosawa no esta en bache creativo, al contrario, su cine continúa
perfectamente vivo e inquieto.
Dentro
de la discutible Sección Oficial Mélies, especie de
cajón de sastre para propuestas que no calzaban en otras secciones,
aparece un film discreto y agradable llamado Isolation. Se
trata de una honesta serie B que recicla elementos variados de obras
como Alien o Vinieron de dentro de… para construir
un largometraje simpático que funciona como eficaz entretenimiento.
Con un presupuesto ajustado, trabajando desde una primitiva y feísta
puesta en escena que potencia la suciedad de los ambientes y la claustrofobia
de su atmósfera, Isolation nunca pretende irse por
encima de sus posibilidades y se toma en serio lo justo. De ahí
que cualquier conato de reflexión se vea rápidamente
sofocado –no se pretende realizar una tesis sobre los peligros
de la manipulación genética-, pero en cambio sí
merecen ser destacados unos personajes que dentro de su raquitismo
están construidos con intención, y que tienden más
al negativismo que al heroísmo: ese granjero que para paliar
sus gastos debe permitir experimentos con sus reses, el investigador
sin escrúpulos capaz de sacrificar a cualquiera en pos de la
ciencia, la doctora atrapada entre el amor de ambos hombres, la pareja
de desarraigados que malviven en una caravana anexa a la granja…
Por
último, la siempre interesante sección Europa Imaginaria
nos brindó la oportunidad de acercarnos, gracias a una estupenda
copia restaurada, a una extraordinaria película producida por
Hammer Films, La Gorgona. En esta ocasión, el maestro
Terence Fisher aborda el mito helénico de la criatura capaz
de convertir en piedra a quien observara su terrorífico rostro,
situándolo en un pueblo centroeuropeo. De algún modo,
y al igual que realizó con La Maldición del Hombre
Lobo, el cineasta británico regresa a la península
para narrar una bellísima historia de amor. La fuerza telúrica
de las imágenes, el recorrido por unos fantasmagóricos
decorados –los de siempre, pero filmados como nunca-, el decadentismo
de las estructuras sociales y familiares, el choque entre lo mitológico
y lo racional, son aspectos que conforman esta obra maestra donde
lo gótico se diluye ante lo romántico, donde el terror
se deja de lado para abrazar el fatalismo amoroso. Con La Gorgona,
Fisher no sólo se acercó como nunca a ese relato apasionado
que siempre deseó rodar, sino que nos legó su obra más
pesimista a la par que hermosa, una historia de personas atrapadas
en sus propios deseos inconfesos, donde la imposibilidad de escapar
al destino es más terrible y angustiosa que mirar a los perversos
ojos de la monstruosidad.